La literatura no solo divierte. Es también como un espejo donde podemos reconocernos, sobre todo cuando el artífice de la ficción es, como Cervantes, un escritor de gran lucidez y experiencia. El Quijote no es solo una novela sobre las andanzas de un chiflado manchego que se cree caballero andante, pues abunda en historias que protagoniza el amor. Amores platónicos como el de don Quijote por Dulcinea o apasionados como el de don Luis por doña Clara; entre iguales como Cardenio y Luscinda o entre personas de niveles sociales diferentes como Basilio y Quiteria; amor de amistad, amor a los libros, los animales o a la naturaleza... En esta cartografía amorosa emerge la inteligencia, la razón, la voluntad, las pasiones, las emociones. El amor a la virtual Dulcinea, se roza con la amistad de Sancho o el oficio ventero de las rameras. La pasión erótica a la que sucumbe Grisóstomo se codea con la libertad de Marcela al negarse a tal pulsión.
La filosofía platónica ha impreso en Cervantes su fascinación por la belleza, concebida como armonía, concertación de partes. El aristotelismo le ha ofrecido una visión realista, en la que la materia, el cuerpo, no son cárcel, sino que forman parte de la naturaleza del mundo y del hombre. En una época amante del fragmento y recelosa de la razón, el Quijote es un soplo de aire fresco, pues elogia la cordura sin ser racionalista; defiende la voluntad sin caer en el voluntarismo y exalta las emociones sin desligarlas del espíritu en que anidan. Los amores del Quijote es un apasionante viaje, una incitación a leer de un modo nuevo la novela cervantina.