El principio estético de forma y esplendor que integra la estructura de la belleza se puede aplicar con toda legitimidad a la figura de María de Nazaret. Para llevar a cabo una mariología, desde la categoría estética, se requiere profundizar en el campo de la fe, y reflexionar sobre la esencia de la belleza relacionada con el misterio de María. Junto al esplendor de Dios que se refleja en las formas de la creación, María representa la obra que colma todos los ideales de dignidad, de belleza y de perfección a la que puede aspirar una criatura: ser la Madre de Dios. Al quedar inundada por la acción del Espíritu Santo, la Santísima Virgen se convierte en hija predilecta del Padre, principio originario de la vida, que encomienda su Hijo a la maternidad de María, y ofrece al mundo la suma belleza de Dios.
El concilio Vaticano II, desde la posición cristocéntrica y eclesiológica, que le caracteriza, insertó la mariología en el capítulo VIII de la Constitución sobre la Iglesia. Con estas orientaciones, no se trata de aumentar las perspectivas, las devociones o las advocaciones de María, sino de situar la mariología articulada en la cristología y en la eclesiología.
Al considerar la vida sencilla de la Virgen María, percibimos, desde la perspectiva estética, el esplendor de la verdad y de la bondad de la revelación. La belleza fulgurante de María es el esplendor de Dios brillando en la carne humana. El culto a la Santa Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia ha de integrarse en la órbita del culto al Padre, por el Hijo, en el Espíritu. En el proceso devocional las expresiones artísticas han contribuido a solemnizar la liturgia de alabanza a la Madre de Dios.